Hablemos claro. Para la mayoría de nosotros, la violencia, venga de donde venga, es inaceptable. Todos estamos de acuerdo en que es un delito que debe ser condenado, sin importar quién sea el agresor o la víctima. Sin embargo, si nos adentramos en la perspectiva de una feminista radical, el panorama cambia. Según esta visión, si un hombre agrede a una mujer, se debe a su machismo internalizado y a una supuesta propensión natural a la violencia simplemente por ser hombre. Pero si una mujer mata a un hombre, la situación es distinta; según esta lógica, su violencia estaría justificada como una defensa contra el opresor heteropatriarcal, aunque ese hombre sea un buen tipo.
Para ellas, la violencia se define no solo por el acto en sí, sino por quién la comete y contra quién se dirige.
Este tipo de razonamiento ha ganado terreno en muchos círculos jóvenes feministas, en gran parte debido a un adoctrinamiento que comienza desde temprana edad. Padres que no asumen su responsabilidad educativa, dejando que el Estado o diversas organizaciones, muchas veces financiadas por filántropos con agendas particulares, se encarguen de inculcar en sus hijas la idea de que los hombres, por naturaleza, son opresores. Se les dice a estas niñas y adolescentes que deben estar siempre en guardia, porque los hombres, simplemente por ser hombres, intentarán someterlas.
Este adoctrinamiento no se detiene en una simple oposición a la violencia de género. Va más allá y politiza todo, siguiendo la línea histórica de la izquierda, que se ha dedicado a teorizar y dividir a la sociedad. Se le dice a las jóvenes que todo lo que viven hoy está enmarcado en un contexto histórico de opresión patriarcal, y que por ello, su lucha es válida y necesaria. Este sesgo ideológico, que mezcla medias verdades con afirmaciones absolutas, siembra el resentimiento en estas jóvenes, llevándolas a proclamarse empoderadas, pero con una visión distorsionada del mundo.
El objetivo final de este proceso es claro: la colectivización de las mujeres, especialmente de las más jóvenes. Se las empuja a adoptar esta bandera que, en el fondo, no es más que una ideología de izquierda disfrazada de lucha por los derechos de las mujeres. Esta ideología, financiada con millones de dólares, se difunde a través de instituciones y medios de comunicación, orientando a estas nuevas feministas radicales a consumir y justificar todo tipo de basura ideológica, incluso cuando esto implica defender lo indefendible.
Podemos observar el impacto de esta ideologización en muchos ámbitos, incluyendo la justicia. Resulta alarmante ver cómo mujeres adultas, que deberían tener una visión más madura, han caído en este discurso divisivo que pretende enfrentar a hombres y mujeres, destruyendo familias en el proceso. Un caso emblemático en Argentina es el de la jueza de familia Ana Clara Pérez Ballester, quien, desde mi punto de vista, fue responsable directa de la muerte del pequeño Lucio Dupuy, un niño de apenas 5 años asesinado por su madre feminista y la pareja lesbiana de esta. Según las pericias, el crimen fue un acto de odio, pero la jueza, que se definía como feminista y hablaba en lenguaje inclusivo, ignoró las pruebas que demostraban que la madre no estaba capacitada para cuidar del niño y le otorgó la custodia.
Desde Voz y Verdad, hemos decidido volver a poner en foco este caso, entre otros, que reflejan el desastre que puede causar este tipo de ideología cuando se infiltra en el sistema judicial. Casos como el de Lucio Dupuy son aberrantes, pero no son los únicos. Otro ejemplo es el de Cecilia Strzyzowski, quien fue brutalmente asesinada por su pareja y la madre de este, ambos ligados al gobierno del entonces gobernador Alperovich, del mismo signo político que las feministas que decían defender los derechos de las mujeres. En este caso, el Estado, a través del Ministerio de la Mujer, no hizo absolutamente nada para prevenir la tragedia.
Es crucial destacar, como lo expresó un legislador español en una ocasión, que “la violencia no tiene género”. Esta es una verdad que debe ser reconocida, sin importar cuán políticamente incorrecta pueda parecer en ciertos círculos. No se trata de minimizar la violencia contra las mujeres, que es real y debe ser combatida. Se trata de reconocer que la violencia, venga de quien venga, es igualmente condenable.
Estamos aquí para desarrollar estos y otros casos que han ocurrido, especialmente durante el último gobierno kirchnerista de la ex presidenta y vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, cuyo títere político, Alberto Fernández, prometió acabar con el patriarcado, pero cuya gestión estuvo plagada de contradicciones, como lo demuestra la denuncia por violencia de género presentada por su esposa Fabiola Yáñez al final de su mandato.
En resumen, mientras millones de pesos se destinaban al Ministerio de la Mujer, en la práctica, estos recursos no sirvieron para absolutamente nada. La violencia sigue presente en nuestra sociedad, y mientras no reconozcamos que es un problema que afecta a todos, sin importar el género, seguiremos sufriendo sus devastadoras consecuencias.